23 febrero 2009

Meditacion Dominical


Hemos pasado de la muerte a la vida (Mc 2,1-12)
Semana VII del Tiempo Ordinario - 22 de febrero de 2009



Según el Evangelio de Marcos, la primera actuación pública de Jesús ocurrió en la sinagoga de Cafarnaúm en día de sábado. Allí “se puso a enseñar” y dejó a todos “asombrados de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas”. Pero, sobre todo, porque demostró tener poder sobre los espíritus inmundos liberando a un hombre poseído por uno de ellos, de manera que los presentes, pasmados, decían: “¡Manda hasta a los espí-ritus inmundos y le obedecen!”. Era sábado y presumiblemente la sinagoga estaba llena de gente. Es obvia entonces la conclusión: “Bien pronto su fama se extendió por todas partes, en toda la región de Galilea” (Mc 1,21-28).

Salido de la sinagoga, Jesús entró en la casa de Simón. Esta es la única casa en la cual él ha entrado. Es de suponer que aquí se detenía cada vez que estaba en Cafarnaúm, según la instrucción que él mismo dio a sus apóstoles cuando los envió: “Cuando entréis en una casa, quedaos en ella hasta marchar de allí... No vayáis de casa en casa” (Mc 6,10; Lc 10,7). Desde aquí partió Jesús con sus discípulos a recorrer las ciudades de Galilea: “Vayamos a otra parte, a los pueblos vecinos, para que también allí predique; pues para eso he salido” (Mc 1,38). El Evangelio de hoy se abre con el regreso de Jesús a este punto de partida: “Entró de nuevo en Cafarnaún, y al poco tiempo había corrido la voz de que estaba en casa”. Ya sabemos que se trata de la misma casa de Simón.

A esa misma casa, después de su primera aparición pública en la sinagoga de Cafarnaúm, apenas pasó el sábado, “le trajeron todos los enfermos y endemoniados; la ciudad entera estaba agolpada a la puerta” (Mc 1,32-33). Esta vez ocurre lo mismo: “Se agolparon tantos que ni siquiera ante la puerta había ya sitio”. Pero esta vez Jesús no da la salud corporal a los enfermos, sino que da a todos algo mucho mejor: “Él les anunciaba la Palabra”. Esta palabra purifica interiormente y da la vida eterna a quien la acoge con fe. Es lo que Jesús dice a sus apóstoles en la última cena: “Vosotros estáis ya limpios gracias a la Palabra que os he anunciado” (Jn 15,3). Nosotros encontramos estas palabras de vida eterna en el Evangelio. Ellas deberían ser nuestro alimento diario.

El Evangelio de hoy nos ofrece algunas de esas palabras que dan la vida eterna. En medio de esa multitud llegan cuatro hombres trayendo una camilla en la cual yace un paralítico. Vienen a pedir a Jesús que lo cure de la parálisis. Pero, no pudiendo acercarse a Jesús a causa del gentío, no vacilan en subir al techo, abrir en él un boquete y por allí calar la camilla con el paralítico para ponerlo delante de Jesús. Deben haber sido personas influyentes, porque a pesar de lo extremoso de la operación nadie protesta. Y el mismo Jesús lo reconoce como un signo de fe. Podemos imaginar la expectativa que se habrá creado. Los ojos de todos deben haber estado fijos en Jesús esperando ver qué haría. Jesús no se hace esperar y da al parálitico mucho más que lo que osaba pedir, le da algo que nadie más que él puede dar: “Viendo Jesús la fe de ellos, dice al paralítico: ‘Hijo, tus pecados te son perdonados’”. ¡Le da la amistad con Dios y la vida eterna!
Si Jesús simplemente hubiera hecho el milagro de hacer caminar al paralítico todos habrían quedado admirados de su poder taumatúrgico. Pero cuando dijo: “Tus pecados te son perdonados” quedaron todos en suspenso, y algunos escribas que estaban allí pensaron en su interior: “¡Está blasfemando! ¿Quién puede perdonar pecados, sino sólo Dios?”. Sólo Dios puede perdonar pecados y esto es lo que Jesús hizo. No sólo esto sino que también conoce los pensamientos ocultos de los hombres: “Conociendo Jesús en su espíritu lo que ellos pensaban en su interior, les dice: ‘¿Por qué pensáis así en vuestros corazones? ... Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados -dice al paralítico-: A ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa’. Se levantó y, al instante, tomando la camilla, salió a la vista de todos, de modo que quedaban todos asombrados y glorificaban a Dios, diciendo: ‘Jamás vimos cosa parecida’”.


El pecado es una ofensa contra Dios que consiste en amar las cosas que Dios ha creado más que al Creador de ellas. Por procurar los placeres de esta tierra que pueden ofrecer el dinero o la fama u otros bienes creados, se actúa contra la voluntad de Dios, desobedeciendo a sus mandamientos. Actuando así el hombre rechaza a Dios, que es la fuente de vida eterna, y se pone en estado de muerte eterna. Nadie puede devolverle la amistad de Dios y el estado de vida eterna sino el mismo Dios. Jesús demostró su condi-ción divina devolviendole al paralítico la verdadera vida. Esto es lo que hace el sacerdote cada vez que acudimos al sacramento de la Reconciliación y confesamos nuestros pecados con dolor de haber ofendido a Dios y con el propósito de no ofenderlo más. No hay palabra más dulce que la que entonces el mismo Cristo pronuncia sobre nosotros: “Yo te absuelvo de tus pecados”. Es la misma que Jesús dijo al paralítico: “Hijo, tus pecados te son perdonados”. Aquí Jesús reveló plenamente su misión, la que está expresada en su nombre: “Le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1,21). El nombre Jesús significa “Dios salva” y todos tenemos necesidad de esta salvación de Dios, pues “todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús” (Rom 3,23-24).


+ Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo Residencial de Santa María de Los Angeles (Chile)

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