27 febrero 2009

Primer Donimgo de Cuaresma









Lectura del Santo Evangelio según San Marcos 1, 12-15
«A continuación, el Espíritu le empuja al desierto, y permaneció en el desierto cuarenta días, siendo tentado por Satanás. Estaba entre los animales del campo y los ángeles le servían. Después que Juan fue entregado, marchó Jesús a Galilea; y proclamaba la Buena Nueva de Dios: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva”.»






Pautas para la reflexión personal



El nexo entre las lecturas
La reconciliación traída por Jesús es el punto de convergencia de las lecturas de este primer domingo de Cuaresma. San Marcos presenta a Jesús como el nuevo Adán que «estaba con las fieras» como el primer hombre en el jardín del Edén (ver Gen 2). Jesucristo, restablece la armonía que se había perdido por el pecado de los primeros padres. La reconciliación ya se ha dado, le resta a cada hombre acoger la invitación hecha por Jesús en Galilea: «El plazo se ha cumplido. El reino de Dios está llegando. Conviértanse y crean en el Evangelio» (Mc 1,15). La deseada reconciliación se encuentra prefigurada en la alianza que Dios realizó con Noé y su familia (la humanidad entera) después del diluvio. El arca de Noé, arca de salvación, también prefigura el bautismo por el cual el cristiano participa de la reconciliación que Jesucristo ha traído a los hombres mediante su Encarnación-Pasión-Muerte-Resurrección (Segunda Lectura).



La Cuaresma




El miércoles pasado hemos comenzado la Cuaresma con el signo expresivo de las cenizas. En este mundo del consumismo, que busca afanosamente los placeres y la comodidad, donde el ideal que nos presentan los medios de comunicación es una vida superflua y placentera lo más alejada posible de todo dolor, ¡qué elocuente resulta este signo austero acompañado de las palabras bíblicas: «¡Acuérdate que eres polvo y que en polvo te convertirás!».






En realidad, estas palabras no pretenden informarnos de algo nuevo que nosotros no sepamos ya; sólo pretenden recordarnos una verdad indiscutible, que sin embargo tratamos por todos los medios de ocultar y de olvidar ya que es evidente que en esta tierra estamos se está sólo de paso.




Para nosotros este tiempo de Cuaresma debe ser una experiencia de liberación, no ya de la esclavitud de Egipto, sino de la esclavitud de nuestros bienes, de nuestros caprichos, de nuestro pecado; para vivir en la verdadera libertad de los hijos de Dios. Todas estas cosas, que hoy nos impiden y estorban en nuestro camino hacia Dios, se transformarán en ceniza algún día y, por tanto, no vale la pena poner en ellas nuestro corazón. En este tiempo el Señor nos invita a salir al desierto y privarnos de ciertas comodidades materiales para practicar la misericordia con los más necesitados. Las obras de misericordia son eternas, ellas no se transforman en cenizas y nos valdrán en el juicio final. Entonces escucharemos al Señor que nos dice: «Venid benditos de mi Padre a poseer el Reino... porque tuve hambre y me disteis de comer... estaba desnudo y me vestisteis...» (ver Mt 25, 31ss).




«He aquí que yo establezco mi alianza con vosotros»
En la Primera Lectura se da en el contexto de las nuevas relaciones entre Dios y los hombres después del diluvio. El sacrificio realizado por Noé (Gn 8,20) es aceptado por Dios que aspira la agradable fragancia de su aroma y dice en su corazón que a pesar de la perversidad del hombre se compromete a no volver a destruir el mundo, aunque siga habiendo buenos y malos, justos e injustos. Termina la escena con un juramento en el que el Señor promete restaurar la armonía de la naturaleza (Gn 8,20-22). Luego Dios llena de bendiciones a Noé y a sus hijos. Los invita a que sean fecundos y que llenen nuevamente la devastada tierra. Los animales nuevamente se someterán al hombre y Dios le dará un voto de confianza recordándole su papel de «señor de la creación». El hombre podrá comer carne de animales, pero con tal que «no tenga aún dentro su vida, es decir, su sangre» (ver Lv 17,1012; Gn 1,29). De ahí destaca el respeto debido a la vida humana: al animal que mate a un hombre se le exigirá la vida (Éx 21,28-32) e igualmente al hombre que derrame la sangre de su hermano (ver Ex 20,13; 21,12-15.23-25; Lv 24,17; Mt 26,52); porque el hombre es imagen de Dios (Gn 1,26-28). Finalmente el culmen será la alianza entre Dios y los hombres, cuya señal será el arco iris (ver Ez 1,28; Eclo 43,11-12; Ap 4,3).



«Cristo murió una sola vez por los pecados»
En el pasaje de la Primera carta de San Pedro resalta el carácter reconciliador y ejemplar de la muerte de Jesús. La singularidad reconciliadora está contenida en la expresión «murió una sola vez por los pecados», mientras que el carácter ejemplar (modélico) se deduce de la conexión de 1 Pe 3,18 con el versículo anterior: «Pues, más vale padecer por obrar el bien, si esa es la voluntad de Dios que obrar el mal» (1 Pe 3,17); a través del adverbio «también». «Pues también Cristo, para llevarnos a Dios, murió una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, muerto en la carne, vivificado en el espíritu» (1Pe 3,18).




El sufrimiento de Cristo fue, por excelencia, un sufrir haciendo el bien, más aún, era el sufrimiento del justo que propiciaba el bien supremo de la reconciliación para toda la humanidad. Él es quien nos lleva nuevamente a la comunión con el Padre y nos enseña el amor que estamos llamados a vivir de manera que seamos «misericordiosos y compasivos» (1Pe 3,8) como Él.



Jesús en el desierto
«En aquel tiempo el Espíritu impulsó a Jesús al desierto y él permaneció allí cuarenta días, tentado por Satanás». La permanencia de Jesús por cuarenta días en el desierto recuerda también a otros dos personajes bíblicos que pasaron períodos semejantes de soledad: Moisés y Elías. Ambos en este tiempo de soledad desearon ver el rostro de Dios, tuvieron un decisivo encuentro con Dios y recibieron importantes misiones. Sin embargo nos preguntamos: ¿por qué comenzó Jesús su misión de esa manera? Jesús fue al desierto para revivir esa primera experiencia del pueblo de Dios y salir de ella vencedor; para vivir la experiencia del pueblo de Dios desde sus orígenes en perfecta fidelidad a su Padre. Después que Israel fue liberado de la esclavitud de Egipto, antes de entrar en la tierra prometida, peregrinó cuarenta años en el desierto. Dios caminaba con ellos, y manifestaba su presencia, de día en una columna de nube y de noche en una columna de fuego. En este tiempo Dios formó a su pueblo, separándolo de todos los demás pueblos de la tierra, para manifestarse a él y darle sus leyes a través de su siervo Moisés. El período del desierto fue como el tiempo del noviazgo de Dios con su pueblo; pero lamentablemente también el tiempo de la rebelión y de las murmuraciones del pueblo contra Dios.




Cuando Israel llegó a la tierra de Canaán y la conquistó, acechó la tentación de asimilarse a los demás pueblos, olvidando a su Dios. Entonces el libro del Deuteronomio les recordaba: «Acuérdate de todo el camino que el Señor tu Dios te ha hecho andar durante estos cuarenta años en el desierto, para humillarte, probarte y conocer lo que había en tu corazón: si ibas a guardar sus mandamientos o no. Te humilló, te hizo pasar hambre, te dio a comer el maná... para mostrarte que no sólo de pan vive el hombre sino de todo lo que sale de la boca de Dios» (Deut 8,2-3).




Para recordar esto, se procuraba revivir el tiempo del desierto, es decir, vivir una cuaresma de conversión a Dios y a sus leyes. Cuando el pueblo se olvidaba de su Dios, entonces los profetas lo llamaban a revivir el tiempo del desierto, del camino recorrido con Dios, y anunciaban: «La visitaré por los días de los Baales... cuando se iba detrás de sus amantes, olvidándose de mí, oráculo del Señor. Por eso yo voy a seducirla; de nuevo la llevaré al desierto y hablaré a su corazón... Allí me responderá como en los días de su juventud como el día en que subía del país de Egipto» (Oseas 2,15-17). La experiencia de Jesús en el desierto durante cuarenta días responde a este llamado divino: él fue llevado al desierto impulsado por el Espíritu.
Pero si el desierto fue el tiempo del noviazgo, fue también el tiempo de la infidelidad y de la continua murmuración del pueblo contra Dios. Lo dice claramente el Salmo 95, invitando a entrar en la presencia de Dios con un corazón sumiso y no como aquella generación: «Si escucháis hoy su voz, no endurezcáis vuestro corazón como el día de Massá en el desierto... Por cuarenta años aquella generación me asqueó y dije: son un pueblo de corazón torcido que no conoce mis caminos. Y por eso en mi cólera juré: No entrarán en mi descanso» (Sal 95,8.10-11). Jesús va al desierto y allí vive esa experiencia en perfecta fidelidad a Dios para redimir a su pueblo de la «dureza del corazón».




En la Escritura esta expresión es el modo de describir una situación generalizada de pecado, de olvido de Dios, de autosuficiencia del hombre. Jesús, en el desierto es tentado por Satanás como fue el pueblo de Israel; pero él repele al diablo y permanece fiel a Dios. Por eso, en virtud de los méritos de Cristo, el juramento de Dios: «No entrarán en mi descanso», quedó cancelado. Gracias a su fidelidad él nos da entrada al verdadero descanso: «Venid a mí los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré... aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas» (Mt 11,28-29).







Una palabra del Santo Padre:
« Amadísimos hermanos y hermanas: la Cuaresma es el tiempo privilegiado de la peregrinación interior hacia Aquél que es la fuente de la misericordia. Es una peregrinación en la que Él mismo nos acompaña a través del desierto de nuestra pobreza, sosteniéndonos en el camino hacia la alegría intensa de la Pascua. Incluso en el «valle oscuro» del que habla el salmista (Sal 23,4), mientras el tentador nos mueve a desesperarnos o a confiar de manera ilusoria en nuestras propias fuerzas, Dios nos guarda y nos sostiene. Efectivamente, hoy el Señor escucha también el grito de las multitudes hambrientas de alegría, de paz y de amor. Como en todas las épocas, se sienten abandonadas.




Sin embargo, en la desolación de la miseria, de la soledad, de la violencia y del hambre, que afectan sin distinción a ancianos, adultos y niños, Dios no permite que predomine la oscuridad del horror. En efecto, como escribió mi amado predecesor Juan Pablo II, hay un «límite impuesto al mal por el bien divino», y es la misericordia («Memoria e identidad», 29 ss.). En este sentido he querido poner al inicio de este Mensaje la cita evangélica según la cual «Al ver Jesús a las gentes se compadecía de ellas» (Mt 9,36). A este respecto deseo reflexionar sobre una cuestión muy debatida en la actualidad: el problema del desarrollo. La «mirada» conmovida de Cristo se detiene también hoy sobre los hombres y los pueblos, puesto que por el «proyecto» divino todos están llamados a la salvación. Jesús, ante las insidias que se oponen a este proyecto, se compadece de las multitudes: las defiende de los lobos, aun a costa de su vida. Con su mirada, Jesús abraza a las multitudes y a cada uno, y los entrega al Padre, ofreciéndose a sí mismo en sacrificio de expiación».




Benedicto XVI. Mensaje para la Cuaresma del año 2006.




Vivamos nuestro domingo a lo largo de la semana.




1. El Evangelio de hoy nos transmite el resumen de la primera predicación de Jesús: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca: convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15). ¿Qué debo de hacer para vivir la conversión (cambio) que el Señor me pide?




2. La Iglesia nos ofrece medios concretos y prácticos para poder vivir mejor la Cuaresma: la limosna el ayuno y la oración. ¿Cómo puedo vivirlos? ¿De qué manera concreta?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 397- 400; 538 – 542.

Cadena de Oración





Una fé viva, es una fé esperanzadora, una fé orante y siendo hermanos en el Señor Jesús acompañemonos juntos, acercandonos a su dulce corazón con esta oracion comuniaria.
tus peticiones escribelas en comentarios a este post.
La oracion comunitaria que se realiza todos los viernes a las 9 de la noche, organizada por la comunidad de habla castellana en la Iglesia Catolica de Fukaya en Saitama.

Santos Martires Japoneses

martires japoneses




Cuaresma es camino de conversión y San Pablo es ejemplo de ésta, precisa el Papa


VATICANO, 25 Feb. 09 (ACI).-Al presidir la Eucaristía este Miércoles de Ceniza en la Basílica de Santa Sabina en Roma, el Papa Benedicto XVI recordó que la Cuaresma que se inicia hoy es auténtico camino de conversión, en el que se debe vivir intensamente el ayuno, la limosna y la oración. Como modelo a seguir, el Santo Padre presenta a San Pablo, en quien la gracia ha obrado por su adhesión libre y constante.

historia del Cristo de Pachacamilla

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¿por qué somos católicos?

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23 febrero 2009

Meditacion Dominical


Hemos pasado de la muerte a la vida (Mc 2,1-12)
Semana VII del Tiempo Ordinario - 22 de febrero de 2009



Según el Evangelio de Marcos, la primera actuación pública de Jesús ocurrió en la sinagoga de Cafarnaúm en día de sábado. Allí “se puso a enseñar” y dejó a todos “asombrados de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas”. Pero, sobre todo, porque demostró tener poder sobre los espíritus inmundos liberando a un hombre poseído por uno de ellos, de manera que los presentes, pasmados, decían: “¡Manda hasta a los espí-ritus inmundos y le obedecen!”. Era sábado y presumiblemente la sinagoga estaba llena de gente. Es obvia entonces la conclusión: “Bien pronto su fama se extendió por todas partes, en toda la región de Galilea” (Mc 1,21-28).

Salido de la sinagoga, Jesús entró en la casa de Simón. Esta es la única casa en la cual él ha entrado. Es de suponer que aquí se detenía cada vez que estaba en Cafarnaúm, según la instrucción que él mismo dio a sus apóstoles cuando los envió: “Cuando entréis en una casa, quedaos en ella hasta marchar de allí... No vayáis de casa en casa” (Mc 6,10; Lc 10,7). Desde aquí partió Jesús con sus discípulos a recorrer las ciudades de Galilea: “Vayamos a otra parte, a los pueblos vecinos, para que también allí predique; pues para eso he salido” (Mc 1,38). El Evangelio de hoy se abre con el regreso de Jesús a este punto de partida: “Entró de nuevo en Cafarnaún, y al poco tiempo había corrido la voz de que estaba en casa”. Ya sabemos que se trata de la misma casa de Simón.

A esa misma casa, después de su primera aparición pública en la sinagoga de Cafarnaúm, apenas pasó el sábado, “le trajeron todos los enfermos y endemoniados; la ciudad entera estaba agolpada a la puerta” (Mc 1,32-33). Esta vez ocurre lo mismo: “Se agolparon tantos que ni siquiera ante la puerta había ya sitio”. Pero esta vez Jesús no da la salud corporal a los enfermos, sino que da a todos algo mucho mejor: “Él les anunciaba la Palabra”. Esta palabra purifica interiormente y da la vida eterna a quien la acoge con fe. Es lo que Jesús dice a sus apóstoles en la última cena: “Vosotros estáis ya limpios gracias a la Palabra que os he anunciado” (Jn 15,3). Nosotros encontramos estas palabras de vida eterna en el Evangelio. Ellas deberían ser nuestro alimento diario.

El Evangelio de hoy nos ofrece algunas de esas palabras que dan la vida eterna. En medio de esa multitud llegan cuatro hombres trayendo una camilla en la cual yace un paralítico. Vienen a pedir a Jesús que lo cure de la parálisis. Pero, no pudiendo acercarse a Jesús a causa del gentío, no vacilan en subir al techo, abrir en él un boquete y por allí calar la camilla con el paralítico para ponerlo delante de Jesús. Deben haber sido personas influyentes, porque a pesar de lo extremoso de la operación nadie protesta. Y el mismo Jesús lo reconoce como un signo de fe. Podemos imaginar la expectativa que se habrá creado. Los ojos de todos deben haber estado fijos en Jesús esperando ver qué haría. Jesús no se hace esperar y da al parálitico mucho más que lo que osaba pedir, le da algo que nadie más que él puede dar: “Viendo Jesús la fe de ellos, dice al paralítico: ‘Hijo, tus pecados te son perdonados’”. ¡Le da la amistad con Dios y la vida eterna!
Si Jesús simplemente hubiera hecho el milagro de hacer caminar al paralítico todos habrían quedado admirados de su poder taumatúrgico. Pero cuando dijo: “Tus pecados te son perdonados” quedaron todos en suspenso, y algunos escribas que estaban allí pensaron en su interior: “¡Está blasfemando! ¿Quién puede perdonar pecados, sino sólo Dios?”. Sólo Dios puede perdonar pecados y esto es lo que Jesús hizo. No sólo esto sino que también conoce los pensamientos ocultos de los hombres: “Conociendo Jesús en su espíritu lo que ellos pensaban en su interior, les dice: ‘¿Por qué pensáis así en vuestros corazones? ... Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados -dice al paralítico-: A ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa’. Se levantó y, al instante, tomando la camilla, salió a la vista de todos, de modo que quedaban todos asombrados y glorificaban a Dios, diciendo: ‘Jamás vimos cosa parecida’”.


El pecado es una ofensa contra Dios que consiste en amar las cosas que Dios ha creado más que al Creador de ellas. Por procurar los placeres de esta tierra que pueden ofrecer el dinero o la fama u otros bienes creados, se actúa contra la voluntad de Dios, desobedeciendo a sus mandamientos. Actuando así el hombre rechaza a Dios, que es la fuente de vida eterna, y se pone en estado de muerte eterna. Nadie puede devolverle la amistad de Dios y el estado de vida eterna sino el mismo Dios. Jesús demostró su condi-ción divina devolviendole al paralítico la verdadera vida. Esto es lo que hace el sacerdote cada vez que acudimos al sacramento de la Reconciliación y confesamos nuestros pecados con dolor de haber ofendido a Dios y con el propósito de no ofenderlo más. No hay palabra más dulce que la que entonces el mismo Cristo pronuncia sobre nosotros: “Yo te absuelvo de tus pecados”. Es la misma que Jesús dijo al paralítico: “Hijo, tus pecados te son perdonados”. Aquí Jesús reveló plenamente su misión, la que está expresada en su nombre: “Le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1,21). El nombre Jesús significa “Dios salva” y todos tenemos necesidad de esta salvación de Dios, pues “todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús” (Rom 3,23-24).


+ Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo Residencial de Santa María de Los Angeles (Chile)